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Sobre la miseria de la vida hippie


Los valores que antiguamente aseguraban la organización de la apariencia han perdido su poder; la moral, la familia, el patriotismo y demás caen como un lastre. Los viejos valores y mistificaciones ya no pueden compensar el sacrificio de experiencia auténtica que exigen. Comerciantes, profesores, trabajadores humildes, playboys, amas de casa... ¿quién puede tomarlos ya en serio? Los héroes y los ídolos dominantes caen en el ridículo. Toda falsificación se encuentra en crisis.

Esta desintegración de valores abre un vacío positivo en el que resulta posible la experimentación libre. Pero si ésta no se opone conscientemente a todos los mecanismos del poder, llenan el vacío nuevas ilusiones en el momento crítico en que todos los valores son absorbidos en el vortex. El poder aborrece el vacío.

La insatisfacción hippie, su disociación de los viejos estereotipos, ha desembocado en la fabricación y adopción de otros nuevos. El estilo de vida hippie crea y consume nuevos roles — gurú, artesano, rock star —, nuevos valores abstractos — amor universal, espontaneidad, franqueza — y nuevas mistificaciones de consolación — pacifismo, budismo, astrología... — residuos culturales del pasado restituidos en los escaparates para el consumo. Las innovaciones fragmentarias de los hippies, que ellos vivieron como si fuesen totales, sólo han revitalizado el espectáculo. En lugar de luchar por una vida auténtica, el hippie asume una representación abstracta, una imagen de esa vida, y presenta su cambio de apariencia como un cambio real. La gravedad moral que atribuye a su estilo de vida da la medida de su dependencia de la nueva imagen. Como la proliferación de estilos de vida se desarrolla en paralelo a la decadencia de los valores, la medida del valor se descompone en el sentido de escoger toda una seudo-vida entre los estilos del mercado.

Discos, posters, pantalones de campana: unas cuantas mercancías te hacen hip. Cuando se acusa al “capitalismo hip” de “saquear nuestra cultura” se olvida que los antiguos héroes culturales (Timothy Leary, Allen Ginsberg, Alan Watts...) promovieron el nuevo estilo de vida desde el emporio del consumo cultural. Combinando su propio fetichismo cultural con la falsa promesa de vida auténtica, estos hombres anuncio del nuevo estilo, engendraron un vínculo casi mesiánico con la causa. “Enrollaron” simultáneamente a la juventud con una nueva familia de valores y con la familia de bienes correspondiente. “Enrollarse” significaba al mismo tiempo consumir drogas y comprar acríticamente toda una Weltanschauung. La diferencia entre el hippie “real” y el hippie “de pacotilla” reside en que las ilusiones del primero son más profundas, asume las mistificaciones en estado puro y de forma orgánica, mientras que el segundo las compra empaquetadas: la astrología en un póster, la libertad natural en sus pantalones de campana, el taoísmo de los Beatles... Mientras que el hippie real puede haber leído y contribuído al desarrollo de la ideología hip, el hippie de pacotilla compra mercancías que la incorporan. Identificadas con objetos en la realidad jerárquica del espectáculo, las cualidades humanas (espontaneidad, autorrealización, comunidad...) se convierten en ideales para consumir, precisamente porque son lo que le falta a la realidad y porque la ilusión de autenticidad se hace necesaria para la vida inauténtica. Así como el horizonte religioso fue la organización superviviente que los milenaristas no supieron superar a la hora de crear su estilo de vida, el estilo de vida hip reproduce el consumismo al que cree oponerse.

La llamada revolución de la industria del disco de los años 50 a los 60 fue precisamente el triunfo de esta industria sobre el segmento descontento de la población a través de celebridades y símbolos autóctonos, una especie de “liberación nacional” de la juventud que la dejaba, como a los países del tercer mundo, en manos de dueños indígenas y de ilusiones de libertad. Los festivales de rock no fueron sino celebraciones del triunfo del asalto neoimperialista sobre el consumo cultural de la juventud, que trataban desesperadamente de parecer el triunfo de la “revuelta juvenil”. La música rock — principal punto de referencia de la “nación” de la juventud — expresa en sus canciones las ideologías de la revuelta juvenil. Trascendiendo vínculos nacionales y de clase, obliga a una brigada global de jóvenes consumidores militantes a un sacrificio ferviente a sus mercancías estrella. En los festivales de rock, la pasión sexual se convierte en éxtasis contemplativo. Los hijos del espectáculo puro se contonean con orgiástico anhelo ante la presencia totalitaria de la estrella del rock. Es el magnetismo de la mercancía el que asegura fundamentalmente la cohesión de esta comunidad reificada. Quienes hacen de Woodstock y Altamont una falsa dicotomía ocultan su identidad intrínseca. En todo pseudo-festival, una banda sigue a otra y la audiencia sufre de buena gana incomodidades durante días para realizar sus sueños consumistas más salvajes. Pero la cohesión de esta audiencia puede desintegrarse en cualquier momento, y revelar en su desintegración la separación espectacular que la constituye.

La gente respondió a la contracultura porque su contenido era en gran medida una crítica parcial del viejo mundo y de sus valores (como los primeros Ginsberg y Dylan). En el capitalismo tardío, todo arte y toda poesía que no sea sólo un deshecho intelectual en el mercado cultural o en la sopa del llamado gusto popular debe criticar, aunque sea de forma incoherente o nihilista, la no-vida espectacular. Pero en cuanto elemento de la cultura, esta crítica sólo sirve para preservar su objeto. Como la contracultura no puede negar la cultura, sólo la sustituye por una cultura opuesta, por un nuevo contenido para la imperturbada forma-mercancía. La innovación cultural fundamenta el falso optimismo del hippie: “Mira, las cosas están cambiando” — Sí, pero sólo las cosas. Lo que parece haber sido rechazado y destruido es recreado en la reconstitución pieza por pieza del mundo de la cultura. Las canciones, como las demás formas artísticas, pueden convertirse en armas revolucionarias, pero sólo si van más allá de lo artístico para formar parte de una praxis de agitación que apunte explícitamente a la destrucción de la mercancía y de la cultura como esfera separada.

El proyecto iniciado por los Diggers en Haight-Ashbury, la construcción de una “ciudad liberada” dentro de la ciudad que se sustentaría con las sobras de sus moradores y donde la supervivencia sería gratuita, planteaba la abundancia material y la posibilidad de un nuevo mundo basado en el principio del don. Pero al no amenazar directamente la práctica social del capitalismo, se quedó en un mero gesto, en un programa de bienestar de la vanguardia militante. A pesar de las expectativas de los diggers, el estado no se vió amenazado de colapso por esta autogestión de los desperdicios.

Inicialmente, la práctica de los diggers fue una clara respuesta a las necesidades del momento en el contexto de la actividad insurreccional. Primero organizaron la distribución de comida tras la revuelta del ghetto de San Francisco (1966) y el toque de queda consiguiente, que hizo difícil obtenerla. Pero continuaron con este proyecto en un contexto no revolucionario apoyándolo con una ideología comunista primitiva, fetichizaron la idea de distribución gratuita y se convirtieron en algo así como una institución antiburocrática. Al final, hicieron el trabajo de los trabajadores del bienestar mejor de lo que estos podían hacerlo, descomprimiendo la crítica radical de la familia, metiéndose en la vida de los vagabundos y aconsejándoles volver a casa “en el lenguaje de la calle”.

En Haight hubo intentos de amenazar directamente el urbanismo del aislamiento y la autoridad que lo refuerza, y a menudo con un fuerte espíritu lúdico (en particular en los intentos de tomar la calle). Pero debido a que dominó su práctica una ideología pacifista y humanista, Haight se convirtió en una exhibición de moralidad, en una cruzada más que una rebelión. Los actos críticos se disolvieron en la esperanza utópica de que la sociedad, como un chico malo, seguiría su buen ejemplo. Lo que resulta utópico no es tanto la idea de una sociedad basada en el principio del don como la creencia de que tal sueño puede realizarse sin suprimir la realidad que lo contiene. Fuera de la actividad crítica sólo hay ideales que seguir; el principio del don se convierte en la “actitud de dar” de la psicología humanista. Comparemos las buenas vibraciones de los hippies con el asalto crítico sobre la economía mercantil de los dialécticos prácticos de las rebeliones del guetto, en el que realizaron por un instante otro principio del nuevo mundo: “a cada cual según sus deseos”.

Así como los sociólogos creían que las revueltas del guetto eran una consecuencia desafortunada de la actitud de los negros hacia las condiciones existentes, el hippie cree que la alienación es una mera cuestión de percepción (“todo está en tu cabeza”). Piensa que las trabas de la vida social son en última instancia las ideas y actitudes dominantes, que es la conciencia (abstraída de la práctica social) lo que hay que transformar. De esta forma, en efecto, reinterpreta la realidad para aceptarla a través de su interpretación. “Se amansa”, se apacigua en la medida en que se encuentra “sintonizado” con el entorno (dominado por el capitalismo). Todo sentimiento negativo es un problema mental que se resuelve transformándolo en “buenas vibraciones”. La frustración y el sufrimiento se atribuyen a un “mal karma”. Las “malas experiencias” son consecuencia de no “fluir con las cosas”. Psicomoralizando acerca de “malos rollos” personalistas y de poder, los responsabiliza de la miseria social actual y abrigan expectativas milenaristas basadas en la determinación abstracta de que todos “se amen entre sí”. Todo sigue factualmente igual mientras, mediante un engaño dialéctico, proporcionan una interpretación secreta: las condiciones existentes desaparecerán tan pronto como todos actúen como si no existiesen. Esta elevación casi cristiana por encima del mundo da la medida exacta de cuán por debajo se encuentra el hippie de la vida y cómo se encuentra “destinado” a permanecer allí en virtud de esta interpretación. Él acepta su destino con espíritu de santidad, de superioridad confiada (“no permitas que las cosas te saquen de quicio”). Como adolescentes en un baile de alumnos, todos son animados a bailar y pasarlo bien. “Be free!, ¡sé natural!”. Un anticipo de la policía psico-humanista del nuevo orden.

Emergiendo del desesperado aislamiento del capitalismo avanzado, los hippies reaccionaron simplemente juntándose para buscar apoyo. Su rechazo del aislamiento pronto se disolvió en ilusiones de comunidad. Los discursos sobre bailar en las calles y los pseudo-festivales sólo sirvieron para mantener ocultas la miseria y la separación. Al valorar su propia vida con criterios de estilo, el hippie juzga naturalmente a los demás de la misma forma. Sonreír a otro que lleva el pelo largo da sensación de reconocimiento mutuo; la comunidad de estilo se convierte en comunicación ersatz. En todas partes — desde la comuna a la escena callejera, desde los cuadros de mandos a las clínicas libres, desde los centros sociales a las tiendas hippies — la contracultura establece una nueva red de falsos vínculos. Todos se convierten en agentes de comercio de la llamada comunidad hip, basada en falsas oposiciones y en mercancías y espectáculos esotéricos.

Fue la promesa de comunidad auténtica lo que atrajo a tanta gente al medio hip. De hecho, durante un tiempo, las fronteras entre individuos aislados y entre barrios, casas y calles comenzaron a romperse en Haight-Ashbury. Pero lo que debía ser una nueva vida derivó en supervivencia glorificada. Como el deseo común de vivir fuera de la sociedad dominante sólo podía realizarse parcialmente viviendo en los márgenes de esa sociedad, económicamente y de otras formas, se reintrodujo la supervivencia como base de la cohesión colectiva. Se fetichizaron todas las banalidades domésticas y se marcaron las relaciones sociales con el sello de la tolerancia mutua y el disimulo activo de las separaciones reales. La consigna de una comuna era: “Te toleraré si me toleras”.

En las comunas rurales, una falsa comunidad de neo-primitivos que sólo comparten la mutualidad de su refugio se reúne alrededor de la falsa crisis de una alienación natural auto-impuesta. Esta reserva natural es para ellos el espacio sagrado en el que retornarán al vínculo erótico del comunismo primitivo y a la unión mística con la naturaleza. Pero, en realidad, estas zonas para la experimentación comunitaria, que sirven en gran medida como canalizadores de choque de la sociedad, sólo reproducen modelos jerárquicos de las sociedades antiguas: desde la división natural del trabajo y el chamanismo redescubierta a formas modificadas del patriarcado del Oeste americano. Mientras que la magia y el ritual que el comunalista practica, primero medio en broma y luego en serio, tenían una base material cuando la tecnología era primitiva y constituían a un nivel básico, un juego con la naturaleza, su aplicación actual es un sustituto ridículo de lo que resulta materialmente posible: un juego real con la naturaleza sin la mediación religiosa.

Los hippies no fueron los únicos que romantizaron la naturaleza y lo primitivo como respuesta a un orden social que se desintegra. El primitivismo apareció en el colapso de la sociedad feudal como un sustituto para apoderarse de las posibilidades sociales expuestas por esa decadencia. Pero ahora vuelve profundamente espectacularizado. Respondiendo a su alienación de la naturaleza con una ideología de la naturalidad, el hippie transforma su aspecto, pero no su realidad. Se acerca tanto a la naturaleza como puede hacerlo no cortándose el pelo, yendo descalzo, no llevando sostén o haciendo muchas excursiones al campo. Una vez construida, esta imagen retorna en un despliegue fotográfico y fílmico inacabable de hijos de las flores bailando desnudos y de las estrellas del disco más queridas retozando en el bosque a cámara lenta.

Los ideólogos de la contracultura justificaban su eclecticismo religioso y místico como una investigación de métodos de “liberación espiritual”, que algunos de ellos defendían como un prerrequisito necesario de la revolución social. En sus manos, la revolución se convirtió no en la ocasión para que la subjetividad transformase la realidad, sino en un problema técnico de “cambiar tu mente”, de “enrollarte”. El hippie se convirtió en consumidor ávido y a tiempo completo de técnicas antiguas y modernas de pasividad inducida: meditación, juegos de luces, multimedia, drogas, posters psicodélicos. Utilizando todos los medios técnicos a su alcance para su excitación simulada — para convencerse de que está todavía vivo —, el hippie crea entornos totalitarios estimulantes y los manipula en una pasividad eufórica. Su sensualismo sólo consiste en una intensificación de la conciencia, en un pseudo-enriquecimiento con cualquier contenido, sin que importe lo empobrecido que esté. Tras abandonar un estímulo, pronto se pierde en otro. Es la espontaneidad de la mercancía: fúmate un porro, pon luces estroboscópicas, escucha el sonido cuadrafónico... y “deja que las cosas ocurran”.

La fascinación del hippie por las drogas y por lo oculto, a pesar de sus pretensiones liberadoras, es en realidad una esclavización internalizada. Tratando compulsivamente de sentirse bien dentro y a pesar de las condiciones dominantes, acaba defendiéndose de la “sensación de alienación” intentando hacerla desaparecer, o al menos reducirla a un punto tolerable. Como el jubilado aburrido que dedica su tiempo a hobbies, el hippie trata su malestar “ocupando su cabeza en algo”. Rechaza el trabajo y el ocio de sus padres, pero sólo para volver a ellos a su manera. Trabaja en cosas “con sentido” para “compañías hip” en las que los empleados constituyen una “familia”, en granjas de subsistencia y en trabajo temporal. Creyéndose un artesano primitivo, desarrolla su función idealizando la Artesanía. La ideología ligada a su ocupación pseudo-primitiva (o pseudo-feudal) disimula su carácter pequeño-burgués. Sus intereses, como la comida orgánica, producen negocios florecientes. Pero los propietarios no se ven a sí mismos como vulgares comerciantes, porque ellos “creen en su producto”. El camino al banco está hecho de buenas vibraciones.

El ocio doméstico del hippie es igualmente prosaico. Creyendo rechazar el rol de estudiante, se convierte en estudiante de larga duración. Las universidades libres son ambigús donde se sirven los platos más metafísicos y banales. Dentro de sus límites ideológicos, el apetito del hippie es ilimitado. Lee el I-Ching. Aprende a meditar. Cultiva un huerto. Adquiere un nuevo instrumento. Pinta, hace velas y panes cocidos al horno. Su energía es insaciable, pero se disipa toda. Cada cosa que hace es en sí misma irreprochable por trivial: lo que es ridículo son las ilusiones que construye alrededor de estas actividades. Para él, la actividad más banal es la más divina. En realidad, en la ciudad o en el campo, sus ocupaciones equivalen a una diversión inmensa de creatividad, a una pasividad ocupada, que empieza a resolver para el espectáculo avanzado el problema de colonizar el “tiempo libre” que hace posible.

Rompiendo abstractamente con su pasado, el hippie vive una versión superficial del eterno presente. Disociado tanto del pasado como del futuro, la sucesión de momentos de su vida es una serie desconectada de diversiones (“viajes”). Viajar es su forma de cambiar, un consumo a la deriva de falsas aventuras. Cruza el país continuamente en busca de esa “movida” siempre esquiva. Su aburrimiento siempre está en marcha. Devora hambriento cualquier experiencia que esté en venta para mantener su cabeza en el mismo buen lugar. El sitio donde el hippie se reúne con sus compañeros es un espacio de tensiones irresueltas, de partículas sin carga vagando alrededor de un núcleo espectacular u otro. El urbanismo hip, que siempre trata de conformar un espacio donde pueda florecer su falsa comunidad, nunca deja de crear por sí mismo una reserva más donde los nativos se miran unos a otros sin comprenderse, porque son también los turistas. Haight-Ashbury, el festival de rock o la estancia hip se suponía que eran espacios liberados donde las separaciones se disolvían; pero el espacio hip se convirtió en espacio de pasividad, de consumo de ocio, de separaciones a otro nivel. El concierto de rock de Oregón organizado por el estado para divertir a la gente de una manifestación — en el que el estado suministró hierba gratis e inspeccionó las drogas psicodélicas antes de que se distribuyesen — es sólo un caso límite de la tendencia general: el espacio organizado de forma benevolente para turistas de tiempo muerto.

La vida hippie tenía contenidos más activos en sus orígenes. El término espectacular “hippie” está lejos de denotar un fenómeno homogéneo, y la subcultura y los individuos involucrados en ella pasaron por diversas etapas. Algunos de los más viejos de la subcultura concebían el nuevo mundo como algo que había que construir conscientemente, no como algo que sucedería enrollándose y juntándose. Pero la cultura espectacular, que es el legado de su actividad, su “triunfo”, es en realidad el síntoma de su fracaso. Cuando en 1967 algunos escenificaron para la prensa un funeral simbólico del hippie, sólo mostraron con su expresión teatral del fracaso que nunca abandonaron el espectáculo que produjo a los hippies ni entendieron el que estos habían producido. El movimiento hip fue el signo del creciente descontento con una vida cotidiana cada vez más colonizada por el espectáculo. Pero al no oponerse radicalmente al sistema dominante, constituyó simplemente un contra-espectáculo.

No es que tal oposición tuviese que ser política en el sentido ordinario. Si el hippie sabía algo era que la visión revolucionaria de los políticos no bastaba. Aunque el estilo de vida hip fue en realidad sólo un movimiento de reforma de la vida cotidiana, desde su visión aventajada el hippie podía ver que el político no criticaba de forma práctica la vida cotidiana (que era “carca”). Aunque el antiguo hippie rechazaba la actividad “política” en parte por razones equívocas (su positividad, su utopismo, etc.), tenía también una crítica parcial de ella, de su aburrimiento, de su naturaleza ideológica y su rigidez. Ken Kesey estaba en lo cierto al percibir que los políticos sólo atacaban el viejo mundo en sus propios términos. Pero al no ofrecer nada más que esto y LSD, él y otros como él abdicaron, de hecho, en manos de los políticos. Su puro y simple apoliticismo les dejó al final expuestos primero al apoyo parcial y luego a la absorción en el movimiento (político). Y quienes entendían algo de política siguieron un destino similar. Por ejemplo, Gary Snyder, que sentía simpatías anarquistas y gandhistas, culpa del fracaso del movimiento proletario clásico a un “estado mental” y a la “tradición occidental” en un viejo ensayo, pero acabó apoyando más tarde, aunque vagamente, a los Panthers.

Aunque el hippie pre-político se tragaba todas las ilusiones y “soluciones” utópicas, aunque su crítica de la vida cotidiana no reconoció nunca sus bases históricas ni las fuerzas materiales que podían hacerla socialmente efectiva, la emergencia del hippie puso de manifiesto la insatisfacción, la imposibilidad para muchos de seguir los rectos y estrechos senderos de la integración social. Al mismo tiempo que la contracultura anunciaba, aunque de forma incoherente, la posibilidad de un nuevo mundo, abrió algunos de los caminos más avanzados de reintegración en el viejo. La desesperación de los “automarginados” abrió el camino a la construcción de la contracultura; su positividad cambió la actividad crítica por la anticipación utópica. La contracultura fue una vanguardia de la recuperación en todos sus frentes; canalizó el verdadero descontento con el aislamiento generalizado en falsas alternativas y sirvió al poder con la investigación experimental necesaria para envolver a la oposición potencial.

(Borrador inédito del grupo Contradiction, 1972)

 


Versión española de On the Poverty of Hip Life. Traducción de Luis Navarro revisada por Ken Knabb. Incluida en el libro Secretos a voces (Madrid, 2001).

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